todoy nada
23.4.07


Dos quejas dos

Queja uno:
Este año la Feria no tiene humo. Y no me refiero al humo de las parrillas de choripán que lo poblaban unos cuántos años atrás sino al humo del cigarrillo. Esto no debería sorprender a nadie ya que se supone que está de acuerdo a la Ley Antitabaco vigente en nuestra ciudad. Pero sin embargo, llama poderosamente la atención que, si bien han quitado los ceniceros de los pasillos, no hay un solo cartel que indique que allí está prohibido fumar. Con mi vecino de stand llegamos a la conclusión que si no están los carteles es porque la legislación no aplica para el Predio. O sea que fumamos. Tampoco es que estamos todo el tiempo con el cigarrillo en la boca, pero cuando la gente no es tanta y tenemos muchas ganas de fumar, lo hacemos. El resto del tiempo, cuando sí hay mucha gente, nos vamos a los fumaderos representados por todos los afueras de la Feria -entiéndase esto como los espacios residuales entre pabellón y pabellón-. Por el momento, no hubo nadie que haya venido a hacerme apagar el cigarrillo. Sí a mi vecino, pero él argumentó que el predio tenía más de 100 metros cuadrados y por lo tanto las restricciones de la ley no se aplicaban en este caso. En realidad, no estamos demasiado seguros de que así sea, pero sirvió para que el tipo de seguridad pusiera cara de que no entendía demasiado -pero esto es normal en cualquier persona que trabaja en seguridad- y se retirara con un "ah, bueno". En caso de que vuelvan a la carga tenemos ya preparado un nuevo argumento: nuestros stands, sumados, miden más de 100 metros cuadrados, o sea que estamos en condiciones de destinar allí un espacio para fumadores -la zona de caja en ambos casos- y hacer uso de él. ¿Por qué me quejo, entonces, si fumo? Porque no fumo todo lo que quiero, porque veo rostros de personas que caminan y adivino allí a fumadores conteniendo el vicio. Y nadie quiere esto.

Queja 2:
Desde este año, los baños de la Feria no tienen habitáculos especiales destinados al personal que trabaja allí. Esto implica que si alguno de nosotros tiene ganas de ir al baño, tiene que perderse un largo rato haciendo la cola. Y esto lo digo hoy porque en unos días más, esas colas serán tan largas como las del Fernet. Desde aquí, entonces, hago un pedido urgente y especial a los organizadores: habiliten baños para personal. Si no lo hacen, la próxima vez que tenga ganas de ir al baño, les meo la alfombra.


El dilema de Belén

Mientras a Jorge Mayer nadie le paga los viáticos para llegarse hasta la Feria, él se dedica a los libros del único modo que puede: cogiendo y dejándose.

Aquí, en este mismo espacio, se supone que yo debía ir anotando mis impresiones sobre la treintaytresava (el sufijo avo/a se utiliza para señalar la parte de un todo, no en el sentido ordinal, boludo, decí trigésimotercera) feria del libro. ¿Seguirá siendo del autor al lector? Qué feo, qué opinarán de eso mis amigos editores, los agentes literarios, los vendedores de panchos. Pero el caso es que no, que no pudieron conchabarme para que yo escriba una columna diaria. Yo creo que me rechazaron por celos profesionales. Todo el mundo sabe quién soy y qué tan malo soy escribiendo, qué les costaba pagarme el viático. ¿Muy caro? ¿Muy caro para tan magro resultado? Puede ser. Reconozco que estoy vacunado contra el periodismo. No sirvo para eso. Es más: tengo amigos periodistas. Los tengo, pero cuando se lo cuento a alguien (¿por qué contarle a alguien que tengo un amigo periodista? ¿para hacer roncha?) siento que le digo que tengo un amigo puto. Y sí, tengo un amigo puto, pero cuando lo conocí yo no sabía que era puto. Creo que no lo tenía decidido. Es más: hasta se dio el lujo de soplarme una mina que ya casi tenía a tiro para darle el tarascón. Pamela. Pamela no era muy cuidadosa al depilarse. Tampoco tenía buena dotación pectoral. Pamela tenía por única virtud el darme pelota. Le gustaba escucharme hablar y a mí me gusta mucho hablar. Hablar y que me escuchen, o al menos que pongan cara de, y ella, si es que no me escuchaba, era una artista en el arte de poner cara de. ¿Lo ven? Yo no podría ser periodista. Ahora mismo me acabo de dar cuenta de que todo lo escrito hasta acá no tiene ninguna relevancia. Por eso mismo me da fastidio, los zapatitos me aprietan, las medias me dan calor. Un periodista no se pone colorado por escribir cosas intrascendentes. Al contrario: me imagino que pensando en la paga mensual hasta se convencerán de que no se trata de decir la verdad, ni la mentira, ni de ponerlo en palabras bonitas ni feas. Es el sueldo, estúpido. Comprendo, no hace falta que me griten. Yo también he tenido épocas de malganarme un sueldo haciendo algo que no me gustaba. Tenía un jefe bajito. A veces se enojaba, pero en vez de meter miedo, daba risa. Igual, un día estuve tentado de darle una trompada. Casi lo hago, pero yo también soy bajito y de por medio teníamos mi escritorio, que es el más grande de la oficina. O sea que no le pegué por razones logísticas y me quedé con las ganas. No hay jefe que no haya hecho mérito para que le den una buena trompada, o es que alguien se atreve a decir lo contrario. Díganlo, imbéciles, anótenlo. Qué digo anótenlo, péguenle. Odio el capitalismo, pero más odio la opresión a la que son sometidos millones de cubanos de buena voluntad, qué quieren que les diga, pero es así, si no hay efectivo, no hay crónica. Lo mejor de todo es que tomé parte en reuniones. Llegamos a diagramar el formato de las crónicas y no, no pudo ser. En lo mejor del amor siempre pasa algo. Una vez llamaron a la puerta. Suerte que le había puesto llave, porque yo estaba de prestado en lo de un amigo. Y justo era mi amigo. O sea que lo dejé afuera. Ameritaba, no digo que no, pero cada vez que recuerdo la escena pienso en los tipos que toman viagra. ¿Cómo es que atienden los llamados a la puerta? ¿Se puede llevar una vida normal si uno consume? Digamos, si se me ocurre ir a batirme un café, que es lo que suelo hacer cuando necesito calmar mi ansiedad, cómo hago. O se supone que tengo que comportarme como los conejos. No envidio a los conejos. Se ve que hay gente que sí. Yo les guardo mucho aprecio a los conejos. Su carne es lo más delicioso que he comido en el último cuarto de siglo. No, seguro que miento. Antes decía lo mismo de una pizza a la parrilla que comí en Rosario, pero creo que la pizza no era tan buena y que Rosario debe ser la ciudad más fea del mundo y que estar bien acompañado mejora bastante las cosas. La compañía en cuestión sí tenía buena dotación pectoral y eso lo justificaba todo. Era taurina. Yo estaba en esa época de la vida de los capricornianos en que nos enamora tauro. Vamos, un estúpido. Pero es así nomás, una buena dotación pectoral puede lograr que uno se convenza de que acaba de comer la mejor pizza del mundo. Es un bulevar. Nada especial. En mi pueblo, hay sólo dos bulevares. Uno tenía unos canteros preciosos. A esos los regaba mi papá. No eran raras las noches en que los caballos del turco Mussi cenaban el césped. Una vez, quizá en parte de pago, le regalaron a mi hermano un caballito. Papá le puso Noble, pero hubo que devolverlo, o venderlo, o quitárselo de encima. La carne de caballo, en lugares como mi pueblo, llega a ser mucho más apreciada que la carne de conejo. Cosas del hambre que le dicen. Hablando de hambre, me estaba acordando de Belén. A Belén la conocí antes que a Pamela. Era la mina ideal. En algún punto creo que todavía lo es, o lo sería, si no fuera que está embarazada de otro. Morochita, delgada, alta. Bastante más alta que yo, simpática, lectora. Un poco tonta, también le gustaba escucharme perorar. A veces soñábamos con los ojos abiertos. Nos daba por querer una casa llena de libros. Colchones y libros. Colchones para coger como conejos, dondequiera fuéramos presa del deseo y libros para el resto de la vida, que no es poca. Algo falló en los planes. Habría que trabajar o algo así. Si uno no trabaja se muere de hambre y si trabaja le dan menos ganas de coger, menos ganas de leer libros. O al contrario, más ganas le dan pero menos fuerzas tiene. Me dejó, pero yo me quedé pensando. Siempre me quedo pensando. A veces, les juro, no hago otra cosa. Pensaba que la solución a lo que podríamos llamar el dilema de Belén (te voy a decir una cosa: de un tiempo a esta parte te has mudado al barrio de la cacofonía, no sé cómo hacés, pero hay una grosería cada dos frases). Hay que trabajar en algo ligado a coger. O de última, a los libros. Considerando que no podría comportarme como un conejo, descartemos el cine pornográfico, la prostitución y todo eso. Nos quedan los libros. Los libros cogen mentes. Coger y dejarse. De eso se trata.

19.4.07


Hoy es hoy

16.4.07


Algunas primeras consideraciones

Debería decir que las Jornadas Profesionales ya comenzaron. Debería decir, también, que el fin de semana estuvimos dele que dele armando y desarmando. Porque lo de armar, vale cuando no hay un Carlitos de por medio. Se arma primero, se comprueba luego que se ha armado mal, que Carlitos todavía no aprendió leer los planos. Entonces, se desarma y se vuelve a armar. Debería decir que luego se cuelga o se pega la gráfica. Esto, siempre y cuando la gráfica esté completa. Pero al momento de concretarlo, siempre se llega a varias conclusiones. Las posibilidades son: que el pibe del taller se comió hacer alguna, que la gente de limpieza del predio tiró veloz y diligilmente alguna al tacho, que la pensada es insuficiente. Debería decir que luego se colocan los libros. Todo esto hecho dentro de un clima donde la testosterona abunda. Los días de armado son netamente masculinos. Debería decir que cuando hay muchos hombres juntos, cualquier cosa que se parezca a una mujer provoca alaridos similares al paso de Marilyn Monroe. Debería decir que en este clima es muy difícil trabajar. Tan difícil que a veces se terminan ocasionando situaciones al borde del boxeo y el personal de seguridad de la feria debe intervenir. Debería decir que Planeta o tiene miedo o no tiene vergüenza. Las cuatro únicas caras visibles del stand de este año son: Borges, Coelho, Andahazi y Sábato. Así como los nombro, en ese orden, uno al ladito del otro. No querrá que le pase lo que ya le pasó, pero esto es demasiado. Debería decir que todo está más o menos igual. Más o menos más grande, también. Pero es un poco más de lo mismo. Debería decir unas cuántas cosas más, pero todavía me duelen los huesos de subir y bajar del banquito. Y esto recién comienza.

12.4.07


Acerca de conceptos, objetos y mercados

Daniel Massei reconoce al libro como concepto y objeto, como ambas cosas al mismo tiempo. Pero por el contrario, define a una feria como algo irremediablemente unívoco: un mercado, un lugar de ventas, un Show Room. Y no le gusta.

No se trata de tener o no, alguna clase de antipatía por las llamadas ferias de libros. No sería del todo cierto que me refugiara en una idea por el estilo, porque la verdad es que supe ir de visita a varias. Tampoco tiene que ver del todo con la cuestión de tener o no, alguna experiencia cercana, algún recuerdo relacionado porque de eso se trata la experiencia y, cumplidos mis cuarenta y dos, evitar los recuerdos se me hace igual de difícil a recordarlos con exactitud. Vagamente sé que alguna que otra vez tuve algo que ver con el asunto y vagamente sé que todas esas veces deseé no haber tenido nada que ver con ese mismo asunto. No me gustan las ferias de libros, no me gusta que el libro se transforme en una mercadería de feria aunque, paradójicamente, sí me gustan las ferias y los mercados. Al menos, aquellas ferias y aquellos mercados que nada tienen que ver con los libros. Debe ser que prefiero el aroma a pescado, cuando hace rato que fue pescado y el bicho muerto empieza a vengarse envenenando el aire que tienen que respirar todos los días también quienes los venden. Debe ser que prefiero la innegable obra maestra de la sangre de vaca desparramada por todos lados, porque la vaca murió y ésa es su única manera de demostrarnos que murió desangrada. La variedad cromática de los frutos, las sandías, los melones, los duraznos y las bananas en primer término, no requieren de ninguna otra explicación. Jamás encontraremos el diseño de portada adecuado para competir con tanta perfección. Lo sabemos, es injusto caerle al destino de la industria cultural por su simple incapacidad para reproducir parte de lo que sucede en el mundo todos los días. Es decir, la naturaleza y el método que tienen los seres humanos para aprovecharse de ella, eso mismo que todos nosotros denominamos cultura.

Reconozcamos que el libro es, entre otras cuestiones, también un objeto. Se exhibe en una librería y en una biblioteca. En otras épocas, a la gente le interesaba demostrar que los leía y los transportaba de un lugar a otro debajo de la axila. Reconozcamos también que el libro, en tanto objeto, no difiere demasiado de cualquier otro objeto de consumo cultural. Y allí comienza a generarse cierto problema; los objetos de consumo cultural, tienen por costumbre no ser solamente objetos. Además suelen transformarse en un sistema de organización de la información. Desde allí y más allá de allí, cuando nos quisimos acordar, se nos volvieron conceptos. Pensemos en el disco; un músico piensa un disco. Une varias composiciones, las graba y las edita y a eso, desde hace bastante lo llamamos disco. La información cambió varias veces de soporte; de la pasta al vinilo. Del cassette regrabable a la radio FM. Del CD a los formatos digitales y vaya a saber uno qué puede llegar a aparecer mañana. Sin embargo los músicos aún hoy siguen editando discos. Porque el concepto de unidad de contenido sonoro no pudo ser superado. Los avances son técnicos, tecnológicos, escatológicos. Se refieren a la calidad de reproducción, a la metodología de grabación del sonido y a lo que se nos ocurra, pero, la música es música y tanto los músicos como quienes los disfrutamos continuamos pensando en discos.

Con el libro pasa otro tanto, aunque quizás pase aún peor. El libro es, en esencia, la única unidad conceptual posible dentro del universo del lenguaje escrito. Existen otros soportes pero todos tienden a la diversificación, a la ramificación, a la digresión. La publicación periódica, sea cual sea su periodicidad, trabaja siempre desde la segmentación textual y temática, pensemos que por algo tienen secciones, sectores de información paralela. El mundo fragmentado, como si fragmentado -respondiendo a la curiosa idea de la especialización- fuera más fácil comprenderlo. El libro no, en tanto concepto, el libro es desarrollo puro. Más aún, es el único desarrollo posible para un texto que se pretenda serio así trate sobre mecánica popular. El libro es, siempre, una apuesta por el absoluto textual. Después termina en una feria es cierto, o en una biblioteca junto con otros tres mil de los cuales dos mil son mejores, pero ésa es otra cuestión. Quienes escribimos, publiquemos o no, seguiremos escribiendo libros.

Y ahí es donde se nos presenta una contradicción, una contradicción nunca resuelta, imposible de resolver, entre el libro que se lee y el libro que se compra.

El libro es concepto y es objeto, es ambas cosas al mismo tiempo y está bien, no hay nada de malo en eso, todos somos muchas cosas a la vez. Pero una feria, por el contrario, es irremediablemente unívoca: es un mercado, un lugar de ventas, un Show Room. Celebra al objeto y en esa celebración no hace más que degradar al concepto. Su función es vender y ésa es su meta y su sueño y la gente que va, sólo va a comprar. En una feria se encuentran consumidores, no lectores. Si fueran lectores, una feria se parecería a una enorme biblioteca y cada uno de nosotros podría pasar días enteros leyendo todo lo que se le ocurriera ahí. Pero no, se trata de una mercancía de consumo más, una cualquiera. No tiene nada de distinto a una exposición de licores o de informática. Podemos ir, somos compradores de eso y hasta podemos divertirnos, es cierto. Pero la idea de ese mercado gigantesco tiene poco que ver con lo que me interesa de un libro. No importa, quiero decir, no me importa en lo más mínimo la abundancia. Sólo quienes no leen, creen que una buena biblioteca se construye con cantidad. Un libro bueno vale más que cien malos y aún más que doscientos más o menos. Un buen libro es un intento exitoso; erróneamente exitoso quizá, una simple equivocación pocas veces comprendidas por el mundo editorial. Y una feria en el fondo no es más que un modo de festejar esa misma incomprensión; salones llenos de señores elegantes o que se pretenden elegantes, que esperan pacientemente que un señor gordo, cualquiera, se acerque, esgrima su tarjeta y compre su libro para entonces sí, por fin, poder cumplir con el horrible rito de firmarlo.

11.4.07


Ferias

Y la primera crónica llega desde San Pablo. Maray Furnari dio unas cuantas vueltas por distintas ferias durante su vida. Estamos seguros que algún día terminará recalando en ésta.

Fui a muchas ferias en mi vida. Durante una década, por lo menos, iba a la feria con mi papá. Feria de comidas, frutas y verduras, semanal. Si mi memoria no me falla –y cómo falla– esa feria tenía lugar los domingos.
Después fui algunas veces a la feria de Ciencias. En realidad, nunca me gustó mucho esa feria, pero era ir o ir. La escuela no nos daba opción. Si no íbamos, perdíamos puntos en la nota. Y yo era, soy y probablemente seré siempre, muy susceptible a chantajes.
Noviando, iba a ferias de utilidades domésticas. Quien se casa quiere casa, dicen. Nosotros nos queríamos casar y queríamos casa. Casarnos sí, lo hicimos. Pero la casa demoró unos 8 años sólo para empezar a pagarla. Y otros 15 para terminar. Ciertos sueños son muy difíciles en este país. Pero nosotros íbamos a las ferias y nos quedábamos mirando embobados aquellas pantallas hi-tech, aquellos aparatos de cocina, aquellos almohadones que prometían sustituir hasta la misma compañía al lado, con ventajas. Feria de utilidades domésticas, el sueño pobre de la clase media pobre.
Y finalmente la Feria del Libro. En Buenos Aires. Nunca fui. No, a Baires ya fui, muchas veces. Baires es la tierra de las librerías. Y de los cafés. Y podés leer libros allí sin que nadie venga a traer la cuenta ni te mire feo. Podés quedarte hasta la eternidad leyendo libros en esos cafés.
Debe ser fantástica la Feria del Libro en Baires. Pero yo no estaré allí.
Entretanto, Paula sí, va a estar.
Si estuviera allí, no faltaría. Compraría unos cuantos libros, iría al primero café que encontrase, pediría un expreso con medialunas y me quedaría allí, leyendo.
Hasta la eternidad.
No, hasta la eternidad, no. Pensándolo mejor, saldría un ratito antes para milonguear.
Hasta la eternidad.


Versión 07

Mientras sigo elaborando mi duelo, complicada además en múltiples tareas, les hago un pedido muy especial: ¡despiértense! ¿No se dieron cuenta todavía que la semana próxima comienza la Feria del Libro? Si son profesionales del libro no sólo ya lo sabrán sino que estarán el lunes a primera hora allí. Pero si pertenecen al equipo del resto del mundo, se los recuerdo y les digo, además, que tendrán acceso a partir del jueves 19 hasta algún día de mayo que ahora no recuerdo pero que podrán verificar en la página oficial de la Feria. ¿Y por qué les digo todo esto? Porque necesito de todos ustedes para ser feliz. Porque necesito que todos y cada uno de ustedes escriba su crónica. Ya lo saben -y si no lo saben, entérense-, todo vale. Valen crónicas de visitas, crónicas de ausencias, crónicas de amores y también de odios. Todos sabemos que sólo aman la Feria los que se acercan allí una vez al año. Al resto, que no nos queda otra opción, simplemente la sobrevivimos cada año. Pero como se hace inevitable, ¿por qué no aprovecharla? Y uno de los mejores modos de hacerlo, es escribir para crónicas inútiles. O el otro lado de la Feria. O el lado oscuro de la Feria. O todo lo que usted siempre quiso saber sobre la Feria pero no se animó a preguntar. Elijan el que más les guste, pero escriban. Y empiecen ya porque yo, como siempre, tendré menos tiempo que nunca para hacerlo. Espero sus colaboraciones.





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